
C EREMONIAL DE KIWI
En la certera devastación de la lluvia
lento y rumoroso el tiempo
agonía de la pretensión
canta el impío kiwi.
Solo
en la íntima maraña lobular
—vaivenes de ritmo confuso—
encañonado recuerdo
alas transparentes.
Ascensos truncados, trastocados
maroma oscura
forcejeo constante.
En la intermitencia de la vida
la salvedad
lo inocuo
se estremece el kiwi
el decantado.
ÍNTIMA
Llaman otra vez a la puerta
y en la luz azul del televisor
sigo a la deriva.
No, hoy no estoy para nadie
para mí mismo
no estoy.
Como una tallada imagen de culto
atesoro ofrendas a mis costados.
Conmigo quedan selladas las quietudes.
Así, por ejemplo:
¿significa algo esta esfera jugosa
o es sólo otra inútil fruta
en la bandeja del harto?
LA DÉBIL MÚSICA DE LAS SUAVES COSAS
En la alta noche
la débil música de las suaves cosas.
Mientras el sueño consuma la quietud
las torres callan
los motivos de su altura.
Cada instante se estremece
y lo quedo nos habla con una voz más íntima.
No son las cosas que no tendremos nunca
son las que están
las qe estuvieron siempre
y hoy
—complicidad contenida—
nos susurran
una familiaridad irresuelta.
TORTUGA
Contemplo el paso de las horas
sin ferocidad ni resignación.
Las vidas de los hombres
—perdidas o no—
me tienen sin cuidado.
El planeta se apoya en mi espalda,
mi lentitud es un premio.
PÓLVORA MOJADA
Un instante a solas y ya garabateo versos.
La respiración agitada,
saltos de mata por palabras enmarañadas
o la visión parcelada del explorador que se desliza sigiloso
a ras del suelo
intentando no ahuyentar.
Pobre aventura de la dicción y el grafito
a menudo olvidamos que
la caligrafía es un arte mayor —y queda la fauna librada a su suerte.
MUCHACHA DORMIDA EN LA MESA DE UN BAR
Ella es una estatua de hielo caliente
tiene alas de seda petrificada
y es una estatua de hielo caliente.
Su aliento es un abismo elevado
y los puentes tendidos flotan a la deriva
en una danza de cuerpos impalpables.
Polvo de azúcar es lo que respira
y ese aire torrencial de diminutos cristales afilados
sostiene su perfil, las torres infinitas
el caer de las piedras al agua
como corchos de champaña.
Ríos turquesa acicalan los vientos
y las hojas se arremolinan
bajo su vuelo de niña distraída.
En un reino así
una rendija de escarcha
convida
la mirada conmovida de los otros.
La niebla no existe
el frío es un capricho de la niñez
y el cielo
bordado a mano sobre la tierra
se ensucia
se lava
y se seca.
LOS ÚLTIMOS MÚSICOS DE LA TIERRA
En el coro de la iglesia
allí en San Ignacio de Moxos, disco de aguas crepusculares
donde voces y cantos de la colonia flotan
a la deriva como una canoa que cabecea
en el trunco meandro del río del tiempo
Manuel Jare y otros nombres
gruesos lentes, camisas de manga corta contra el calor
partituras que arrastran la doble, la triple ere del error
perdonando al padre, al abuelo, al copista empeñado
en la mímesis de lo jesuítico — idea de lo sagrado
transcripción muda, sin puentes ni señales
sólo un atado de líneas, un apretado puño
de notas remedadas y la misteriosa aparición de la música
en la humedad del papel, de la selva, de los ojos.
Benjamín Chávez (Bolivia, 1971). Premio Nacional de Poesía, 2006. Ha publicado los libros de poemas: Prehistorias del androide (1994), Con la misma tijera (1999), Santo sin devoción (2000), Y allá en los alto un pedazo de cielo (2003), Extramuros (2004), Pequeña librería de viejo (2007), Las invasiones perdidas (2012), El libro entre los árboles (2013) y las antologías Manual de contemplación (2009), Arte menor (2014), Cierta perspectiva de eternidad (2018) y Sueños ajenos (2019). Es director del Festival Internacional de Poesía de Bolivia. Director del suplemento cultural El Duende y coeditor de la revista La mariposa mundial. En 2012, como parte de un equipo de 3 cronistas y 3 fotógrafos, obtuvo el Premio Mundial de Crónica Elizabeth Neuffer de las Naciones Unidas, por la serie de reportajes Viaje al corazón de Bolivia.