EL TESORO DE LA FUENTE CEGADA | JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE



 

 

EL TESORO DE LA FUENTE CEGADA

Yo vivía en un país intransitable, desolado por la venganza divina. El suelo, obra de cataclismos olvidados, se dividía en precipicios y montañas, eslabones diseminados al azar. Habían perecido los antiguos moradores, nación desalmada y cruda.

Un sol amarillo iluminaba aquel país de bosques cenicientos, de sombras hipnóticas, de ecos ilusorios.

Yo ocupaba un edificio milenario, festonado por la maleza espontánea, ejemplar de una arquitectura de cíclopes, ignaros del hierro.

La fuga de los alces huraños alarmaba las selvas sin aves.

Tú sucumbías a la memoria del mar nativo y sus alciones. Imaginabas superar con gemidos y plegarias la fatalidad de aquel destierro, y ocupabas algún intervalo de consolación musitando cantinelas borradas de tu memoria atribulada.

El temporal desordenaba tu cabellera, aumento de una figura macilenta, y su cortejo de relámpagos sobresaltaba tus ojos de violeta.

El pesar apagó tu voz, sumiéndote en un sopor inerte. Yo depuse tu cuerpo yacente en el regazo de una fuente cegada, esperando tu despertamiento después de un ciclo expiatorio.

Pude salvar entonces la frontera del país maléfico, y escapé navegando un mar extremo en un bajel desierto, orientado por una luz incólume.


Azucena

El solitario divierte la mirada por el cielo en una tregua de su desesperanza. Agradece los efluvios de un planeta inspirándose en unas líneas de la Divina Comedia. Reconoce, desde la azotea, los presagios de una mañana lánguida.

El miedo ha derruido la grandeza y trabado las puertas y ventanas de su vivienda lúcida. Un jinete de máscara inmóvil retorna fielmente de un viaje irreal, en medio de la oscuridad, sobre un caballo de mole espesa, y descansa en un vergel inviolable, asiento del hastío. Las flores, de un azul siniestro y semejantes a los flabelos de una liturgia remota, ofuscan el aire, infiltran el delirio.

El solitario oye la fábrica de su ataúd en un secreto de la tierra, dominio del mal. La muerte asume el semblante de Beatriz en un sueño caótico de su trovador.

Una doncella aparece entre las nubes tenues, armada del venablo invicto, y cautiva la vista del solitario. Llega el nacimiento del día de las albricias, después del viernes agónico, anunciada por un alce blanco, alumno de la primavera celeste.

 


Discurso del contemplativo

Amo la paz y la soledad; aspiro a vivir en una casa espaciosa y antigua donde no haya otro ruido que el de una fuente, cuando yo quiera oír su chorro abundante. Ocupará el centro del patio, en medio de los árboles que, para salvar del sol y del viento el sueño de sus aguas, enlazarán las copas gemebundas. Recibiré la única visita de los pájaros que encontrarán descanso en mi refugio silencioso. Ellos divertirán mi sosiego con el vuelo arbitrario y su canto natural; su simpleza de inocentes criaturas disipará en el espíritu la desazón exasperante del rencor, aliviando mi frente el refrigerio del olvido.

La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbará las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable.

Las novedades y variaciones del mundo llegarán mitigadas al sitio de mi recogimiento, como si las hubiera amortecido una atmósfera pesada. No aceptaré sentimiento enfadoso ni impresión violenta: la luz llegará hasta mí después de perder su fuego en la espesa trama de los árboles; en la distancia acabará el ruido antes que invada mi apaciguado recinto; la oscuridad servirá de resguardo a mi quietud; las cortinas de la sombra circundarán el lago diáfano e imperturbable del silencio.

Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi equilibrio los días espléndidos de sol, que comunican su ventura de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el misterio de la muerte.

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros amigos.

 


José Antonio Ramos Sucre nace en Cumaná, estado Sucre, Venezuela, el 9 de junio de 1890. poeta, ensayista, educador, autodidacta y diplomático venezolano. Considerado uno de los más destacados escritores e intelectuales de la historia literaria de Venezuela. Su poesía, escrita en prosa, ha sido objeto de muchos análisis con la intención de catalogarla, sin éxito, como vanguardista o pre-surrealista. Es por eso que pertenece a la Generación del 18, generación que es difícil de clasificar en un estilo determinado. Ramos Sucre, destacado lector autodidacta, se sumerge en una filigrana de imágenes que construyen un paisaje misterioso y al mismo tiempo sutil, sus prosas poéticas se elevan  en onirismo y en  cercana  sincronía con el Tánatos a manera de signo. El 13 de junio de 1930 en Ginebra Suiza, cumplidos sus cuarenta años el poeta, decide abandonar la vida “He sentido el estupor y la felicidad de la muerte” escribe en una de sus últimas cartas dirigida  a uno de sus amigos.

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