
En el principio era el ritual
En el principio era el ritual. La primera palabra brotó de un balbuceo, de las gargantas de seres afiebrados que se rebelaron contra el silencio, subvirtiendo su tiranía. El ritual fue inherente a su existencia. La naturaleza destilaba una energía de la cual estos seres participaban, como el lago que absorbe la luz candente de los astros y la refracta. Así, la palabra nació como canto, invocación, espíritu transmutado; adherida a un orden supremo, buscó armonizar con éste. La primera palabra fue una sistematización del caos.
En las sociedades primitivas, el ser humano es una prolongación de las cosas, una presencia viva entre las fuerzas que mueven todo el universo. La existencia es danza, rito, alucinación del cuerpo en la noche total. El habla tiene una impronta natural: al nombrar las cosas, los seres humanos se integran a ellas, volviéndose partícipes de una comunicación plena -la comunión en que los límites se desbordan hacia el no-espacio, el no-tiempo, el no-vacío. Mediante la palabra, los seres se vuelcan sobre sí mismos y encuentran su lugar en el cosmos: el espacio reservado a los ángeles que reproducen el espíritu cinético de todo lo existente.
El ritual está asociado a dos hechos complementarios: la invocación y la ceremonia. Invocación como acto por el cual los seres intentan acceder a lo inefable, lo inaccesible, hacia lo que se oculta tras múltiples velos. Este proceso es posible dentro de un acontecimiento individual y comunitario a la vez: la ceremonia -acto de desprendimiento del espíritu, de desposesión de la materia hacia lo eterno, hacia la omnipresente sustancia del Todo. Es necesario aclarar que estos actos (ritual, invocación, práctica ceremonial) no se bastan por sí mismos; necesitan una urdimbre que enhebre la trama en un tejido cósmico, absolutamente inabarcable. Esa pieza indispensable es el mito.
Sólo una sociedad con esquemas mítico-mágicos es capaz de elaborar un pensamiento que no se ciñe a patrones lógico-racionales. Sólo una conciencia mítica encuentra en las cosas la esencia de lo humano. Esta forma de ordenar el mundo se encuentra inundada del soplo vivificante de los elementos. Los seres humanos, según esta concepción, son los elementos.
La poesía nació dentro de este contexto. Poesía como comunicación secreta, como grito, como aguijón que penetra en los arcanos para revelarlos. El poeta se convierte en intermediario entre las estancias micro y macrocósmicas del mundo -al disolver sus límites en el acto creativo, entabla vasos comunicantes entre lo finito y la eternidad. Crea un estado de simbiosis sólo transmisible por la palabra poética entendida como develamiento. De aquí se deduce que el carácter ontológico de la poesía fue y será siempre mágico. El poeta reúne en sí mismo a todos los seres en un cuerpo de raigambre universal. Los recrea y expresa con la única arma que posee: su voz. Este cuerpo vasto producido por el poeta destruye todo vestigio de precariedad. El movimiento se suspende y el ser se contempla, redimido, en el brillo cegador de la aurora primordial.
La poesía es un medio de conocimiento que niega la división irreconciliable de los esquemas binarios para postular, por el contrario, la unicidad. Al introducirse en el ser de las cosas, la poesía asienta una nueva ontología: la fusión armónica del sujeto y el objeto. Como proponía Rilke:
Cada vez me resultan más próximas las cosas
y más vistas las imágenes.
Y me siento más familiar de lo inefable.
La poesía transmuta lo velado, lo inexpresado a través de la imagen lírica. La palabra despoja al ser de su inherente fragmentación, lo integra a una especie de corporeidad espiritualizada. La imagen poética es materia, pero materia que habla desde el espacio ilimitado de la interioridad. Así, la poesía nos sumerge en el manantial de la pureza y la inocencia, nos devuelve el canto originario ante la lluvia y el fuego y los himnos invocados en los ritos iniciáticos. Nos reintegra al principio, al seno reconciliado del demiurgo.
En esta época hiperreal y de creciente deshumanización, la poesía se mantiene más vital que nunca. Porque anida en un fragmento del código neuronal humano, en el corazón de la especie. Mientras el ser humano exista, el santuario de la poesía se mantendrá incólume, arraigado a firmes raíces. La poesía es el poderoso resplandor del alma, la posesión de la conciencia unificada, el regreso al útero, la apuesta por la libertad irrestricta ante la represión y la censura.
Afirmarla es acceder a la atemporalidad, a la disolución del cuerpo en las esferas estelares.
Rechazarla es negarse a uno mismo, es abdicar ante el silencio y las tenazas del vacío.
Grupo Inmanencia (1998)
Inmanencia (1998-2000, 2020) nació en los claustros de la Pontificia Universidad Católica del Perú en 1998. En el 2020 se vuelven a juntar los miembros fundadores Florentino Díaz Ahumada, Enrique Bernales Albites y Chrystian Zegarra reactivando la agrupación bajo los conceptos fundacionales del 98: vigencia del ritual, explosión de la poesía como Logos y cuestionamiento de la sociedad neoliberal capitalista. Estos principios alimentan la segunda etapa del grupo renombrado como Inmanencia: Ciudad Poética. Para saber más sobre su historia puedes visitar: grupoinmanencia.blogspot.com