
OBSERVACIONES SOBRE JUAN SÁNCHEZ PELÁEZ
Néstor Mendoza
Uno intuye pero no es capaz de comprobar el crecimiento subterráneo de una obra, gestado
en el interés de investigadores de la literatura y en el empeño de los lectores de una poesía
que, en su momento, circuló lateralmente y que una frase de Álvaro Mutis elevó a
expectativa continental. Es él, el poeta venezolano que inició una trayectoria con
antecedentes grupales y surrealistas chilenos. Demasiada precocidad y apropiado contexto
no podrían dar como resultado una obra de insuficiente valor. Él es Juan Sánchez Peláez, el
autor de Elena y los elementos (1951), el poeta de las asociaciones distantes y de la cortesía
seductora.
Una obra es una obra por sí sola, pero también lo es por el contraste con otras. Me explico:
una obra disruptiva en una tradición poética (rara avis) es para otra una reiteración más de
sus constantes estéticas. Pongamos en la mesa un ejemplo prosaico: un aguacate fuera del
trópico es la más deliciosa excentricidad caribeña. Para nosotros, que lo vemos diariamente,
no deja de ser delicioso pero es más bien común, habitual, de tiranía cotidiana. Hay
tradiciones experimentales y otras más apegadas al legado de los precursores. Hay
tradiciones hijas de la dislocación y otras del hexámetro; hijas de la frase precavida y otras
de las dimensiones del poema que se opone a sí mismo y ve en el discurso (y no en el
verso) el desenlace. Hay tradiciones transgresoras hijas de padres transgresores. Hay
tradiciones reaccionarias hijas de padres, también, reaccionarios. Leyéndolo ahora,
releyéndolo fuera del suelo de la infancia, del país común, percibo una cercanía entre
Sánchez Peláez y algunas grandes voces de la poesía latinoamericana. No obstante, con
meras comparaciones no sacaremos en limpio el reflejo y el alcance de esta poesía. Esta
nueva Antología poética, vigilada y seleccionada por Marina Gasparini Lagrange y
prologada por Alberto Márquez (Visor/Fundación para la Cultura Urbana, 2019), tiene
como precedente internacional la edición de su Obra poética a cargo de Lumen (2004).
Con este esfuerzo de ahora se abre un nuevo conducto que pondrá su poesía, eso queremos,
en los balances de la lírica contemporánea escrita en español.
Para comprender una zona de su poesía, la que está dominada y en algunos casos domada,
accedo a la belleza que perturba mientras el poeta edifica su obra. Ya sabemos que no es
una línea inédita y que ha sido lo suficientemente explorada, pero existe como un sustrato,
algo así como una masilla en la que siempre está presente la fascinación de Narciso, los
residuos líquidos de aquel río o charco primigenio en donde el hermoso ser se miraba, preso
de sus propios rasgos. Incluso esa palabra, belleza, si hiciéramos un arqueo, un glosario,
esta palabra podría posicionarse en el punto más alto del listado. Me refiero a la propia
palabra belleza y a una comparsa de sinónimos que están cerca de este vocablo: tropos,
símiles y tantos recursos que parecieran coincidir con los postulados de una poética o una
glorificación de lo bello. Y el amor (o su vertiente escritural, el poema amatorio) es un
agente encubierto de la belleza. Pero esta belleza de Juan es una belleza greco-latina,
ateniense o romana, escultórica y dramática, que sabe unir las reacciones libidinales del
vino y el sino trágico de Edipo o Antígona. Lo es, al menos, en Elena y los elementos. Lo
es, no porque Juan haya sido un autor atrapado en épocas inaugurales del pensamiento
filosófico y artístico; lo es porque he percibido que esta influencia se nota en la actitud con
que el poeta asume el oficio mediante un trance de escritura. Es un trance terrenal,
corporal, que no parece estar asociado a lo que conocemos como trance, es decir, a los
mecanismos psicológicos que se experimentan con un estado de conciencia alterado. La
fatalidad helénica en Sánchez Peláez, como en el reiterado verso «Estamos mezclados al
gran mal de la tierra», pasa por un alambique en el que se mezcla con vapores corporales y
los antecedentes de lectura de sus años de iniciación (lo que pudo asimilar de Braulio
Arenas, Rosamel del Valle y otros poetas a principios de los 50), que en sus albores giraban
en torno a una variante del Surrealismo radicado en Suramérica. Es como si la propia
escritura, desde la motricidad, accediera a todos esos ámbitos que descubrimos o
percibimos cuando leemos sus poemas. También lo percibo desde la derrota o desde el
arrobamiento: el yo que habla es poroso, se deja subyugar por unos impulsos directos que
pueden provenir de un cuerpo deseado, no importa si este cuerpo es una aparición física,
apetitosa, que llega a la habitación o en el auxilio de la imaginación cuando estamos solos.
Igual puede ser un cuerpo ficticio, opiáceo, no carnal. Un cuerpo sublimado como el de
algunos líricos españoles del siglo XVI. Estamos frente a un deseo autosuficiente,
autónomo. Un deseo genérico. Un trance lingüístico: «Estoy inerme ante vocales/Y
vocablos». Un trance sensual (rapto erótico, pensaría Guillermo Sucre). La videncia que
los críticos del autor han notado no es la del místico o del enfant terrible: es un espécimen
de videncia que parece surgir del amante que escribe (o un surrealista que reescribe, como
lo define Manuel Iris), de un amante que viaja, que explora los paisajes bahianos o los
cuerpos apelando a la imagen. Ahora voy comprendiendo el asombro de Mutis: veía en el
joven poeta guariqueño a un interlocutor cercano a Maqroll.
Y aquí la articulación, su importancia, el contraste: lo que significa Elena y los elementos
en el terreno de nuestra poesía, en cercana conversación con sus antecesores inmediatos,
quienes escribieron en la década del 40 (los más conservadores y españolizantes) y aun con
otros innovadores más próximos a él en estética (los del grupo Viernes). Se ha incorporado
un raro elemento, una anomalía que permite el contraste y la ruptura. La vigencia de Juan
Sánchez Peláez no se basa únicamente en su singularidad surrealizante. Ya en su segunda
publicación, Animal de costumbre (1959), por ejemplo, uno nota algunos símbolos del
legado modernista (y no sólo por la explícita mención del cisne, su bello cisne petrificado).
Es un reposo que parece provenir de una relectura de algunos modernistas
hispanoamericanos («Estrella cálida, azul y azur») o de la tardía autocrítica dariana de
Cantos de vida y esperanza. Hay una luminosidad menos acomplejada. Sigue siendo
suntuosa y balbuceante, sí, pero ya aparece la sencillez que busca una caligrafía menos
elusiva y que revaloriza la versatilidad del adjetivo. En este aspecto, su poema al padre (el
«salvoconducto de su sangre») resulta la más genuina prueba. Los episodios de vida se
hacen más explícitos, los nombres propios y los recuerdos familiares aparecen nombrados
por el poeta o mediante comillas que anuncian la oralidad del otro.
De Juan Sánchez Peláez admiro seriamente sus poemas memorables, quiero decir, sus
poemas que uno recuerda, y no sé por qué oscuros motivos, con poco esfuerzo. Este es uno
de ellos: «Repite la frase: Cuando nos echaron de la ciudad (porque mirábamos en demasía
el colibrí), abrimos la ruta que tiene mil pétalos, y ya viejos, no exentos de alegría, nos
restregamos los ojos con piedras». Este carácter es extensible a otros muchos de sus textos,
como si cada poema tuviese un germen particular que facilitara la memorización o al menos
la posibilidad de conservar su esencia (un verso, el aliento que se repliega: «Mi oficio es
como la lluvia: acariciar, penetrar, hundirme»).
Otro aspecto que es bueno destacar en esta poesía: la fascinación ultramarina (la vastedad
azul), viajera, mediterránea y americana; los paisajes que se nombran (un valle
natal…valles y cordilleras…los páramos…las selvas originales), la sutileza del llano,
región nativa de Sánchez Peláez. El llano de Juan no está en el suelo sino en el cielo, en
ciertas aves autóctonas como el gavilán, y en otras que, sin serlo totalmente, parecen seguir
el mismo curso: «¿pastorean ese ganado?/—a la lechuza, nunca». El llano está en las aves y
en sus animales, sinécdoque de una región. Pero sí, corrijo, sí hay una mención del llano,
contundente, en Aire sobre aire (1981): «nos es urgente/no vivir engañados/soplando y
resoplando/llanuras y horizontes/por el ojo de buey/—de cara a la pared/hasta que
amanezca». Siguiendo una lectura cronológica, incluso si la hacemos desde el final y luego
retornamos hasta sus primeros poemas, es posible notar en su obra un hábitat en la que
todos sus personajes, sus instintos, sus conjugaciones, tienen cabida. Es como una aldea o
una comarca, no como la de Spoon River, la conservadora aldea de los epitafios de Edgar
Lee Masters, sino como ese mundo de extrañezas que nos proyecta Lewis Carroll. El
mundo, a veces aristocrático, de Juan Sánchez Peláez, no parece estar hecho de
improvisadas intenciones, aun cuando sus cambios formales lo señalen. Puede tratarse de
una isla, de un accidente geográfico singular de cualquier país americano, y para ser más
acorde, con el componente imaginario del poeta, con un mundo creado y transformado.
¿Cómo es posible esto? Pues, con los árboles, especies herbáceas y animales, o las personas
o los seres ficticios que se mueven gracias a la extraña asociación entre un sustantivo
aparentemente dócil y un adjetivo que lo trastoca (el muy citado «santa perra»). Con este
tipo de poesía podemos caer en el vicio de señalar lo que no está, o lo que creemos que
existe. Su misma condición, rica e inagotable, permite estos regodeos expositivos.
La evolución de su poesía, y entendiendo evolución como cambio o rectificación, como
ahondamiento o como reiteración, no se dio con grandes derrumbes o grandes
arrepentimientos. Retomo lo del sustrato de Juan: existe un esqueleto invariable en su
interior, quizás dado por la paciencia que siempre tuvo en dar a conocer sus libros (siete
títulos en cuatro décadas de creación y publicación espaciada). De manera que, su estilo era
fiel a una esencia que se sobreponía a su coyuntural activismo en La Mandrágora. Me
explico: su poesía crecía con el mismo ritmo en que su cuerpo iba ganando años (se volvía
más sabio y no menos excéntrico), en el que iba acumulando experiencias y asumiendo
otros roles de vida: «Y este que soy yo: blanco y anciano en mi libro». Lo diferente es sólo
una variación del vocabulario, porque incluso el uso de la prosa y el versículo a partir de
Filiación oscura (1963), no hace más que señalar otras formas de expresión para nombrar
una vida planteada (o vivida) con alevosía y premeditación, como si la viviera desde una
indecencia necesaria pero nunca excesiva.
*Texto publicado inicialmente en la edición web 29 de la revista Poesía (Universidad de
Carabobo, 14 de agosto de 2020), y luego incluido en el volumen Alfabeto de humo.
Ensayos sobre poesía venezolana (Ediciones Estival, Maracay, 2022).