EXILIADA | LAURA CRACCO


EXILIADA

“No hay nadie a tu espalda. No temas, nada te amenaza”.
La exiliada ha viajado tanto que no sabe si huye de un país,
del espino y la crueldad, la indiferencia
o palabras como púas silentes
en el cielo desangrado.
Y es el mismo cielo que no escatima estrellas
la madrugada clara cuando la campana suena
y solo marca el tiempo
y la figura de mármol abraza la mañana que llegará.
Sí, llegará porque no hay nadie a tu espalda,
nada que temer.
Aun así, el corazón se acelera: ¿y si el gallo no canta el día?
       ¿si el gallo, el abrazo, las estrellas, engañosamente diáfanas, no ocurren aquí y
                                                                                                                                              ahora?
La exiliada soporta los ojos sobre sus hombros,
cruz y clavos pegados al lomo.
Porque, ¿de qué huye la exiliada?
¿Acaso bastó alzar vuelo, espiar desde la ventanilla con mueca de yo no fui?
¿Acaso las millas surcadas han dejado atrás _realmente, digo, realmente-
la verdad impía evidente hasta las heces,
el sutil equívoco de si soy tan distinta a él,
que tortura,
amordaza,
mata?
Él sigue a mi espalda, aun si no lo veis.
Él persiste, flagela el cielo cristalino hoy en Malta.
Él decapita la estatua que, en la penumbra, donde no alcanza el farol, proponía
                                                                                                                                              millares
de buenas intenciones,
buenos actos,
La promesa del hombre renacido lavado de maldad.
¿De qué huyo?, pregunta la exiliada,
y la duda ya es condena.
A quién engaño, mis ojos no están limpios,
nada de lo que veo es lo que miro.
La vieja mirada nunca se fue, no alcanzó tanto mar a bautizarla.
Mis ojos no están.
Valleta flota suspendida,
ajena,
inalcanzable
y alguien, que es nadie, pesa sobre mi espalda.
La dictadura es ubicua como Dios, irredimible como la culpa.
Pero de nuevo dudo,
yo la exiliada:
¿el mal crecía únicamente afuera, bajo otro firmamento y un océano de por
                                                                                                                                              medio?
Entonces, el enemigo a mi espalda, ¿por qué me resulta tan familiar?
Un afecto casi tierno me lo recuerda a cada segundo
mientras respiro y no espero.

II

Amanecerá y veremos.
¿Amanecerá realmente _digo_ realmente?
Los turistas con sus lentes impolutos enfocan las piedras de Medina,
resbalan sobre las piedras como si retornaran a la casa que los ve partir
y permanece siempre abierta.
¿Limpiaron en verdad sus lentes de verdad?
Angelus domini nuntiavit Mariae escriben el oro y la plata,
los suelos son enciclopedias, pero mis pies perciben frío y ceniza.
No bastaron las millas surcadas, el alma se empaña con un vaho rancio.
La dictadura te seguirá adondequiera que vayas,
diría el poeta,
hombro a hombro recorrerá contigo los suntuosos monumentos,
como si lo visto por primera vez hubiera envejecido en la mazmorra
que jamás dejas atrás.

III

Aquí en Rabat estuvo San Pablo, del naufragio a la gruta,
de la gruta a la vera del Señor.
Descendemos a la cueva, mi verdugo y yo bajo el peso de la catedral,
soy presa cautiva, no hay escape, mi evangelio no fue escrito,
tampoco mi salvación.
¿Dónde estás, Pablo?
No escucho tu palabra a mi favor.
La respiración del otro nubla la roca,
diluye la tinta y moja el papiro.
Las dictaduras no son asunto de Dios
ni lo que ocurre entre los muros del corazón,
el suyo y el mío,
    acaso un único órgano bombea y la misma sangre alimenta por igual al verdugo y
                                                                                                                                              su rehén.
¿Dónde el ojo de la aguja que nos separa sin lugar a dudas
_sin lugar a dudas, repito_ a él, esbirro; a mí, la rea,
como la tijera que corta el cordón o extirpa el tumor?
¿Un mismo Dios nos ha creado?
Sí, lo sabemos.
Pero ¿lo sabemos él y yo?
La exiliada vuelve sobre sus pasos,
toma el autobús 52.

IV

¡Atención!.¡Oye el silencio!, me grito.
Escucho la piedra pulida por siglos de lluvia en Mnajdia.
Frente al mar me siento de espaldas al mar,
no quiero ver que no veo,
la mirada adosada como una joroba.
Un plato azul de agua sostiene el firmamento,
las milenarias ruinas arañan la montaña,
sus entrañas ahora en un museo:
cáscaras,
algún idolillo roto, la mujer de vientre hinchado
y piernas partidas,
Piedras agujereadas por la mano gota a gota.
El sol agoniza,
al final cede y se ahoga.
¿En verdad vi algo?
Corazón y cerebro adormecidos en formol,
memoria de estatuas y mosaicos incompletos.

V

Si pudiera estar por primera vez aquí
en Malta
ahora;
si Jesús no hubiera sido crucificado, si el alma no fuera un artefacto de museo
o un voto de referéndum obligado al sí,
a la mudez,
a la ceguera,
a morir sin haber nacido.
No, las dictaduras ni el horror son asunto de Dios,
el limbo pertenece al hombre, también el infierno y el frágil paraíso de un instante
cuando, por fin, un atisbo de Valleta,
gloriosa,
invicta
más allá de los mástiles y de los cañones que saludan el mediodía
como si de un juego de niños se tratara.
Pero fue bombardeada,
hundida en catacumbas mil veces al día.
¿Cuánto se necesita para el olvido,
para la sonrisa amable de la anciana que dice:
_Aquí, señora, comemos fuera en Nochevieja,
aquí hay mucho que celebrar?
¿Cuánto, para subir a la carroza, dejarse ir mecida por los caballos
y que no sepa a traición?
¿Cuánto tiempo para que la joroba desaparezca y los pies caminen ligeros
sin el dolor constante de la cruz
invisible
_eso es lo peor_
que dobla la cabeza y clava las pupilas en el suelo,
reptiles que no inspiran compasión?
       ¿Cuántas millas náuticas para moverse unos centímetros apenas de donde se
                                                                                                                                              partió?
Unos milímetros apenas hacia Malta o cualquier sitio cuando el alba nos interroga:
_¿estás aquí? ¿Eres tú?
Y poder decir: sí, estoy aquí y en ningún otro lugar.
Mi corazón abarca lo que alcanza la mirada, nada más.
Mi historia se mide en las horas de un siglo roto y mi mochila desborda añicos.
Estoy aquí, ahora, sin segundos pensamientos.
Atrás, por fin, la carne de cañón de la verdad total.

VI

Tras la vitrina, la Bella Durmiente gesta en su vientre de terracota un hombre,
con los mismos afanes quizá,
tan lejos y tan cerca
cuanto la edad y espesor de los minerales que guardan su sueño prehistórico.
En algún otro pasillo, los pliegues en el velo de la estatua abren los párpados
a la transparencia de la piedra cincelada.
Atrás, la carne de cañón de la verdad total.
Camino, camino mucho y mis pasos huellan la tierra,
aplasto la espalda contra un roble, ni un chistido osa romper el sacrificio:
la sombra del verdugo agoniza entre dos troncos,
sangre y resina se mezclan como pan y vino.
Atrás, la carne de cañón de la verdad total.
¿A dónde ahora?
No importa. Atrás, la alambrada que desinfla el horizonte en aquel país
donde cada hombre es el último;
que te habita y cierra pronto la puerta en despedida.
Adelante, las cuencas heridas se abren al mundo.
Tomo el autobús 146, y no me lleva a casa.

Este poema forma parte del libro Exiliada a ser publicado por Bartleby Editores, Madrid, en 2021


LAURA CRACCO (Barquisimeto, 1960), escritora, viajera y filóloga clásica. Autora de varios libros de poesía, cuento y novela.  Actualmente reside en Madrid.


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