SI PUDIÉRAMOS GUARDAR LAS PALABRAS │ FERNANDO PAZ CASTILLO


                   LA MUJER QUE NO VIMOS

Se alejó lentamente
por entre los taciturnos pinos,
de frente hacia el ocaso, como las hojas y como la brisa,
la mujer que no vimos.

Bajo una luz de naranja y de ceniza
era, como la hora, soledad y caminos;
armonía y abstracción como las siluetas;
esplendor de atardecer como los maduros racimos.

De lejos nos volvía en detalles
la belleza ignorada de la mujer que no vimos.

La tarde fue cayendo silenciosa
sobre el paisaje ausente de sí mismo
y floreció en un oro apagado y nuevo
entre el follaje marchito.

Hacia un cielo de plata
pálido y frío;
hacia el camino de los vuelos que huyen,
de las hojas muertas y del sol amarillo,
se alejó lentamente
la mujer que no vimos.

Sus huellas imprecisas las seguía el silencio,
un silencio ya nocturno, suspendido
sobre el recogimiento de la tarde,
huérfana de la prolongación de sus caminos…

Pero su voz, entre la sombra,
hizo vibrar la sombra, y era su voz un trino:
fúlgida voz que hacía pensar
en unos cabellos del color del trigo.

Recuerdos de las formas evocan las siluetas
de los apagados árboles sensitivos;
pero la voz que se aleja entre masas borrosas,
denuncia unos ojos claros como zafiros,
y unas manos que, trémulas, apartan los ramajes
como dos impacientes corderitos mellizos.

Ni pasos furtivos, ni voces familiares:
oquedad y silencio entre los altos pinos,
y en las almas confusas un ansia de belleza…

¿Pasó junto a nosotros la mujer que no vimos?

De La voz de los cuatro vientos

 


                      UN DÍA

Un día ya no seremos todos…

Acaso bajo los árboles apacibles de una plaza
de pueblo bañada por el sol,
que se ha quedado dormido entre sus ramas,
mientras los jóvenes de entonces se diviertan,
confidencialmente, casi sin decir palabras,
recordaremos nuestras vidas,
como quien recuerda por una nota una estrofa olvidada.

Y no seremos más que dos o tres,
tan íntimos que todo se nos ha vuelto alma,
sordos para el presente que florece
en las pequeñas cosas cotidianas.

Y así, ausentes y confiados,
como las hojas por la brisa alargadas
hacia la brisa que pasó primero,
hablaremos de cosas tan lejanas
que tienen para nosotros ese encanto
de las viejas estampas.

La tarde irá poniendo su ceniza,
vaporosa y pálida,
sobre la fronda toda crepuscular
de una trinitaria.

La brisa deshojárá armoniosamente sobre el césped,
donde el sol afirma sus largas pinceladas
-oro, verde, carmín-,
las flores de una acacia.

Y buenos, porque la vida nos ha hecho buenos,
hablaremos con indulgencia de las cosas bellas y las cosas malas,
de triunfos y dolores que tuvimos
en las horas felices o en las horas menguadas,
y, como la misma tarde,
se nos irán apaciguando las palabras.

En tanto que jóvenes confiados se divierten,
que estrechas parejas de enamorados cantan
y viven su presente efímero,
súbito la noche se hace estrella entre las ramas.

Entonces
sólo quedaremos un grupo, casi de almas,
que el acaso juntó, después de larga ausencia,
una tarde apacible en una plaza.

Pero ya no tendremos pasiones
ni egoísmos. Como los árboles seremos unas llamas
de íntima luz, que ascienden tenazmente hacia la estrella
y se prolongan, y lentamente se adelgazan
hasta volverse una sola canción de hojas y brisas
bajo el frío esplendor de la tarde de plata.

… Así exprimiremos el último gozo de la vida
en una hora honda de renunciación y de nostalgia.

De La voz de los cuatro vientos

 


                    PALABRAS

Una palabra bella,
sólo la intacta intimidad de una palabra bella,
me bastaría para la vida.

Si pudiéramos guardar las palabras
-las que has dicho hoy-,
pero las palabras se mueren como el papel de los libros.

Se mueren sonriendo,
sin perder la inocencia
como los niños.

Si pudiéramos guardar las palabras
-las que has dicho hoy-,
pero las palabras se apagan como las lámparas.

La lámpara que en la fría alcoba,
sobre el mármol pulcro del velador,
ilumina la cruz del libro de oraciones.

Si pudiéramos guardar las palabras
-las que tú has dicho hoy-,
pero las palabras se secan como las hojas.

¡Qué triste es el otoño de las palabras bellas!

Si pudiéramos guardar las palabras,
como hacen los niños con las mariposas,
pero las palabras se mueren en los labios de los malos poetas.
¡Cuánta palabra hermosa se ha perdido!

Si pudiéramos guardar las palabras
-las que tú has dicho hoy-,
las que hasta hoy eran tan viejas.

Si pudiéramos conservar en nuestra vida
-como un íntimo tesoro-
la inocencia total de una palabra bella.

De La voz de los cuatro vientos

 


                   CUANDO MI HORA SEA LLEGADA

Yo que he visto
tanto dolor
y odio
del hombre contra el hombre,
por ideas profundas
o por simples palabras.

Yo que he visto los cuerpos
en las sombras
acechando las sombras de otros cuerpos
por matar el sueño.

Yo que he visto los rostros retorcidos,
sin que la muerte dulce
borre el odio en los ojos,
en los puños cerrados
y en los dientes fríos.

¡Yo te pido, Señor!
Dios armonioso
del perdón fecundo,
que cuando mi hora sea llegada
no haya rencor en mi alma.

Y que la muerte suave
ponga en mis ojos la apacible luz
de un manso atardecer
entre violetas:

Y que una espiga de oro,
bajo el azul del cielo,
marque el silencio de la hora excelsa,
lenta y santamente,
y no haya nada brusco
en torno mío
-odio ni temor-
cuando mi hora sea llegada.

De Entre sombras y luces

 


                       EL MURO

                                                                                                                                     Beauty is truth, truth beauty, that is all,
                                                                                                                             Ye know on earth, and all ye need to know

                                                                                                                                                                                 John Keats 

I

Un muro en la tarde,
y en la hora
una línea blanca, indefinida
sobre el campo verde
y bajo el cielo.

II

Un pájaro –en hora y viento-
ha puesto su canción más bella
sobre el muro.

III

Enlutado de su propia existencia
-detenida entre su breve sombra
y su destino-
un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo,
infunde angustia en el alma profeta:
una fría angustia, cuando
certero, como vencida flecha
-oscura flecha que aún conserva su impulso inicial-
cae tras el muro.

IV

La vida es una constante
y hermosa destrucción:
vivir es hacer daño.

VI

Acaso tras el muro,
tan alto al deseo como pequeño a la esperanza,
no exista más que lo ya visto en el camino
junto a la vida y la muerte,
la tregua y el dolor
y la sombra de Dios indiferente.

VII

Dios –muro frente a recuerdos y visiones-
está solo, íntimamente solo
en nuestros ojos
y en el menudo nombre
que lo ata a las cosas;
a la seda del canto del canario
fraterno
y a la noche que vuela en el zamuro:
fúnebre, pulido estuche de cosas ayer bellas
o tristes
que habrán de serlo nuevamente
del lado acá del muro,
con el temor reciente de volver al origen.

IX

Entonces el muro
parece allanarse entre el olvidado rencor
y la esperanza:
Es súbito camino, no límite de sombra y canto,
ante un nuevo Dios que nos aguarda
-que nos aguarda siempre-
y no conoceremos
a pesar de que marcha en nuestras huellas;
que nos llega de lejos,
del lado de la luz,
y que vamos dejando en el camino,
como algo que no es tierra,
atado, sin embargo, a nuestros pies.

XI

Porque no hay muerte sino vida
del lado allá del canto, del lado allá del vuelo,
del lado allá del tiempo.

XIII

El muro de la tarde –atardecido en nuestra tarde-,
apenas una línea blanca junto al campo
y junto al cielo.
Misteriosa cruz que sólo muestra
un brazo horizontal.
Unida, por la oscura raíz,
a la tierra misma de su origen confuso;
y al cielo de la fuga
por el canto y el ala:
la noche impasible del zamuro
y el camino de oro del canario
hacia el ocaso.

XIV

¡El muro!
Cuánto siento y me pesa su silencio
-en mi tarde-
en la tarde del musgo
y la oración
y el regreso.

XV

Sólo sé que hay un muro,
bello en su callada soledad de cielo y tiempo:
y todo, junto a él, es un milagro.

XVI

Sólo temo en la tarde –en mi tarde- de oro
por el sol que agoniza; y por algo, que no es sol,
que también agoniza en mi conciencia,
desamparada a veces
¡y a veces confundida de sorpresas!
Sólo temo haber visto algo:
¡lo mismo!
el campo, el césped;
la misma rosa sensual que recuerda unos labios
y el mismo lirio exangüe
que vigila la muerte.

XVII

Y sólo siento frente a Dios y su Destino,
haber pasado alguna vez el muro
y su callada espesa sombra,
del lado allá del tiempo.

De El muro


FERNANDO PAZ CASTILLO (Caracas, 1893 – Ib, 1981)
Poeta, ensayista, crítico literario y de arte, docente y diplomático venezolano. Su obra poética comprende, La voz de los cuatro vientos (1931), Signo (1937), Entre sombras y luces (1945), Enigma del cuerpo y el espíritu (1956), El muro (1964, 1970, 2019), Voces perdidas (1966), El huerto de Doñana (1969), El otro lado del tiempo (1971), Pautas (1973), Poesías escogidas, 1920-1974 (1974), Persistencias (1975), Antología poética (1979), Encuentros (1980), Poesía (1986). En ensayo destacan, Reflexiones de atardecer (1964), De la época modernista, 1892-1910 (1968), Entre pintores y escritores (1970), José Antonio Ramos Sucre, el solitario de La Torre de Timón (1973). En 1912, fue miembro fundador del Círculo de Bellas Artes y cofundador de la revista Cultura. Fue uno de los representantes más destacados de la Generación de 1918, considerada como punto de inicio de la literatura venezolana contemporánea. Ejerció la docencia desde 1922 hasta 1936, en el Instituto San Pablo y en la Escuela Normal de Varones, conocida después como Escuela Normal Miguel Antonio Caro, en Caracas. Se desempeñó en labores diplomáticas, de 1936 hasta 1959, en países como España, Francia, Argentina, Brasil, Inglaterra, México, Bélgica, Italia, Ecuador y Canadá. Ingresó como Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua en 1965. En 1967, recibió el Premio Nacional de Literatura. En palabras de Arturo Gutiérrez Plaza, su obra se caracteriza “por la mirada contemplativa e introspectiva, de hondo peso reflexivo…”, y su lenguaje es “despojado y… de compleja sencillez…”

 

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