INÉDITOS | ELIZABETH REINOSA ALIAGA


ELIZABETH REINOSA ALIAGA

Del libro inédito Violentas maquinarias

Sonora


La cofradía no es la sangre, es el largo caminar sobre las brasas. No hay milagro ni aplausos, solo aves que vuelan en círculos

El enjambre de la marcha despierta en tierra baldía y se fija al mediodía con un alfiler de escarcha. Todo cambia con la marcha. Los cuerpos que el sol castiga, junto al hambre y la fatiga cargan un mundo de luces apagadas, tantas cruces que queman como la ortiga.

Todos son hijos bastardos de alguna patria en escombros. El fuego sobre los hombros se incrusta como los dardos. Entre los pies crecen cardos. Detrás de la rodadora va la esperanza, sonora, como el llanto del coyote.

Cada cuerpo es un islote que el mar de tierra devora.


Sonora (se abre) mi campana de noche. ¿Cuántos ojos comienzan a cerrarse?
Hay silencio en cada paso
un dolor de tantos ecos.
¿Son personas o muñecos?
¿De qué huyen, del ocaso?
Solo escucho del fracaso
por el compás de los pies
sobre mi espalda. Otra vez
se van quebrando las voces,
y de mi tierra feroces
colmillos, en su avidez,
rompen toda la esperanza:
el retrato del abuelo
que se colgará al ciruelo
para perpetuar la danza
de los que esperan venganza.
La madre y ese lugar
clausurado, cuánto hilar
para que quede en la mesa
solo la frágil promesa
de vivir y regresar.

Quienes me han nombrado Gila no conocen mis secretos. Ni brújulas ni amuletos servirán en la mochila. Esa turba que desfila hacia un deseo infinito, va tejiendo en cada grito una camisa de fuerza, pero nunca se dispersa. Todos juntos, cual un rito.

¿Siempre caminar al norte?,
pregunta un niño al hermano,
luego le muestra en su mano
la roja huella de un corte.
Acaso fue el picaporte
de la puerta al despedirse.
«Qué difícil no rendirse»,
piensa una mujer encinta,
y no en la ciudad extinta
que condenó antes de irse.

La noche es un hervidero de sombras y de murmullos. Las estrellas son cocuyos alumbrando algún sendero en la arena. Es pasajero el viento que arrastra todo: mi calma oscura, mi modo de atrapar la vida. Salta el reloj. ¿Cuánto les falta? Mi memoria es como el lodo…

Amanece, el horizonte
me separa de las nubes.
Me pregunto por qué subes
sobrevolando ese monte
que no soy. Como un sinsonte
tu cuerpo asciende deprisa.
Y juguetea la brisa
con tus pies rotos. Me aterra
cubrirte con esta tierra,
de mis manos, la sonrisa
y los párpados abiertos
que no verán el final,
cegados por tanta sal.

«Los presagios eran ciertos».
Con los brazos descubiertos
la mujer encinta reza,
luego inclina la cabeza
y maldice con los ojos:
por el niño y sus despojos,
por la huérfana tristeza
del hermano que vacila…
quisiera volver atrás
a ese punto del quizás
asomado en la pupila
del niño.
Muertos en fila
calculan esa distancia
que hará marchitar la infancia
de los que quedan de pie.

Todos preguntan ¿por qué
la meta se ha vuelto rancia?

El lagarto venenoso no sospecha, ni el saguaro, el visceral desamparo de esos seres. Qué rabioso el sol, impone su gozo de amarillo desatado, y tal parece un puñado de piedras sobre la cara. El vuelo del Caracara duele, duele demasiado.


Ha envejecido en el camino, el recuerdo tibio de la casa abandonada se ha
refugiado en su vientre

La luz sobre los maizales
ya no existe, la roldana
del pozo no es tan liviana
en el recuerdo. Finales,
repite el viento, puñales
repito mientras me alejo.
Le doy la espalda al espejo,
a la casa y al camino,
a mí misma, a mi destino.
Echa a volar el vencejo
y solo pienso en las crías,
en lo breve del nidal.
Lo sagrado del ritual
en las cáscaras vacías
de los huevos, biografías
anónimas que fracasan
en lo estático.
Me abrazan
antes de partir, me quedo
sola, descubriendo el miedo
de los años, cómo pasan
esos caballos furiosos
de tibia carne desnuda.
En sus colas se me anuda
todo el llanto. Los sollozos
de mi sangre corren briosos
hacia adelante, a lo incierto,
a ese espacio tan abierto
que asfixia en su desamparo.
El sol va tejiendo un aro
singular sobre el desierto.

¿Y cómo tejió la casa
el cordón umbilical?
Con las fibras del sisal
me arde como una brasa
dentro del vientre. Retrasa
la irrupción del palo fierro.
La primavera de hierro,
color lavanda, se agita
dentro y afuera, me habita
como yo habito el destierro.

El niño sobre la arena
no es un símbolo, es real.
Somos estatuas de sal
frente al dolor de la escena.
Miro atrás, solo hay arena.
Miro adelante, hay un muro.
Este infante prematuro
forma en mi vientre un islote,
quedo expuesta al zopilote…

Todo se ha tornado oscuro
de este lado del confín
y más allá, el cielo brilla
como gigante bombilla
sobre un extinto jardín.

¿Es el inicio o el fin?
Grita la mujer, espera.
En sus brazos la quimera
explotará en un segundo.
Todos observan el mundo
que nace tras la frontera.


ELIZABETH REINOSA ALIAGA (Bayamo – CUBA, 1988). Poeta y narradora. Ingeniera en Ciencias Informáticas. Ha obtenido diversos premios, entre los que se destacan el Premio Hispanoamericano de poesía para niños (México, 2021) y los premios nacionales Francisco Riverón (2015), Calendario (2019) y Fundación de la Ciudad de Santa Clara (2020). Es autora de Striptease de la memoria (Ediciones Montecallado, 2016); Formas de contener el vacío (Samarcanda, España, 2016); Brújulas (Ediciones La Luz, 2018); Las Seis en punto (Sed de Belleza, 2017); Líneas de tiempo (Editora Abril, 2020) y ZooIlógico (D’McPherson Editorial, Panamá, 2020).


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