
A Francisco Mendoza Lucero
In memoriam
La noche se deslizaba hacia a una borrachera perfecta. Todo coincidía en ese bar: la tonalidad de la luz, el humo de incontables cigarrillos, el mareo, benigno todavía, proveniente de una copa que parecía no tener fin, los ruidos de la calle que se filtraban por la puerta más próxima y la textura de una música que, de tan repetida, se transformaba en novedad. Después de muchas, en la sinfonola, Javier Solís cantaba otra más, prometiendo su último bolero. Los acordes perdidos de un ave fugaz que el cantor trataba infructuosamente de encontrar, salían a rodar entre los coches que iban y venían en el cruce de Juárez y 16 de Septiembre. Acababa de caer aguanieve y el ruido intermitente de los neumáticos sobre el pavimento mojado, acompañaba el rumbo extraviado de las sombras metálicas que Javier rimaba al amparo de violines y trompetas.
El invierno se disolvía en ventiscas cada vez más tenues que iban cediendo ante la llegada de vahos tibios surgidos de rincones inesperados. Algunos transeúntes por momentos se acogían al calor de algunas puertas que permanecían entreabiertas, como la de ese bar donde se encontraba el Black Cat, encorvado sobre la barra, poniendo a raya con alcohol y cigarrillos el dolor de los costalazos de la víspera. Un movimiento pesado, levantando apenas el índice de la mano izquierda, le bastó para pedir otro Waterfill & Frazier. Constantemente, con la punta de los dedos, se palpaba los verdugones que traía marcados entre la nuca y los trapecios. El roce de la camisa le producía un dolor agudo. La inflamación de los hematomas se hallaba muy cerca de abrirle la piel. Pero más que las punzadas y una posible infección, le preocupaba que la sangre fuera a manchar la tela de la prenda que apenas andaba estrenando. Apuró de un trago la copa de whiskey americano, cerrando los ojos mientras el ardiente líquido se deslizaba hasta el estómago. Le sirvieron otra, automáticamente, ya sin que él la pidiera.
—Estuvieron duros los madrazos, ¿no, Pancho? —le preguntó el cantinero.
—Ya me estoy haciendo viejo para andar en esto, Chamé. —
—A ver, déjame ver cómo traes…—
—Ni que fueras médico. —replicó el rudo gato negro frotando el cuello de la camisa.
—Ya te he dicho que te pongas sebo. —advirtió sentencioso el Chamé, con gesto hipocondríaco, contagiado por el dolor ajeno. Y mientras evaluaba la infalibilidad de su receta, le iba sacando brillo a los incontables vasos jaiboleros que acomodaba minuciosamente sobre una mesa situada junto a la contrabarra.
—¡Qué sebo ni que la chingada! Ni te quita el dolor, ni te cura, nomás andas apestando…Mi compadre fue el que se llevó la peor parte. —
—¿Por qué no vino el Chebo? —
—Porque se llevó lo peor de la madriza, te acabo de decir. Apenas se podía mover cuando salimos de la arena. Cayó mal cuando lo sacaron volando fuera del ring por la tercera cuerda. —
El Black Cat no mentía. Sin embargo, la verdad sólo la contaba a medias. No tenía por qué darle más explicaciones al cantinero, ni éste las requería. Pero era ese poco de ventaja que le proporcionaba su fama mínima —poseer información, así fuese irrelevante, trivial o sin sentido— lo que le hacía sentirse importante y hasta cierto punto necesario en la mecánica de su oficio. Como, por ejemplo, que Chebo había tenido que irse por su propio pie al hospital que se encontraba cercano a la arena para que lo atendieran.
Siempre se había cuidado muy bien de no soltar todo lo que sabía, calculando que llegado el momento propicio podría sacar provecho de alguna situación inesperada; cosa que, dicho sea de paso, raramente sucedía. De hecho, no era nada más que estarse haciendo pendejo solo. Pero como era consciente de ello, los que le seguían el juego resultaban doblemente idiotas, como Chamé, el cantinero. Viejo conocido, amigo desde una infancia remota. En otro tiempo fiel escudero, testigo silencioso, discreto admirador quien, como para disipar cualquier enigma, o mejor, en un intento más por no sentirse ajeno a las incógnitas que el rudo gato negro se empeñaba en diseminar a cada paso, recalcaba su familiaridad con el luchador sirviéndole otra, una triple.
Con la vista perdida en el líquido ámbar del vaso repleto que le habían puesto enfrente, el Black Cat se abismó en un largo silencio.
Después de una larga carrera del otro lado de las cuerdas, dentro de la barra, el Chamé sabía muy bien que aquello de que uno se emborracha para olvidar es una vulgar mentira. El oficio del bebedor solitario estriba en recordar; algunos hasta aprovechan el tiempo y especulan en torno a sus asuntos y proyectan a futuro. Era improbable entonces que alguien guardara silencio para borrar las huellas de la memoria y el mutismo del gladiador corroboraba, una vez más, sus certidumbres. Pero, ¿qué era lo que Pancho se afanaba en recapitular? Quizás tratara de indagar por qué se había pertrechado durante tantos años bajo el emblema de la mala suerte siendo, como era, un supersticioso incorregible. Pero el luchador resultaba áspero por donde lo vieran y había escogido precisamente el atributo negro del símbolo para aislarse de los otros, para mantenerlos a raya. Porque estaba seguro de que el negro era la encarnación misma de lo temible. Como la noche profunda por cuyos contornos navegaba constantemente. Viéndola bien, constituía una amenaza de muerte lanzada al rival en turno, dentro o fuera del ring. Además de que actuaba como defensa ante improperios y epítetos que el público le lanzaba las noches de contienda: “sucio”, “cochino”, “puerco”, “marrano”. En verdad imponía con el atuendo, le sentaba a la perfección. La capa, las mallas y las botas esmeradamente pulidas contrastaban con los dobleces de su musculatura, con la potencia de los brazos forjada no en un gimnasio sino durante las incontables horas que, desde la infancia hasta la temprana juventud, había pasado blandiendo el marro en la fragua de su padre. Herrero de nacimiento, con la misma saña que en otro tiempo golpeara el acérrimo metal, así descargaba trancazos a mansalva sobre la cabeza y las partes blandas de los adversarios en el cuadrilátero. Atrincherado en su esquina no concedía ni pedía tregua: asfixiaba, estrellaba al enemigo contra los postes metálicos del encordado, lo pateaba hasta el cansancio en las partes bajas, le restregaba la suela de las acicaladas botas en la jeta. Se situaba entonces en el centro del ring, para terminar la obra hundiendo los dedos en ojos y fosas nasales del inerme contrincante. Y así, en la cúspide de su teatro infalible de torturas, en ocasiones lo bajaba a la realidad un coro enardecido que hacía retumbar la arena: ¡Saaanto! ¡Saaanto! ¡Saaanto! Ahí terminaba la ficción o quizás apenas comenzaba, porque era su turno de resistir los mandobles y los raspones en la lona, el crujir de huesos, el volar por las cuatro esquinas, para luego salir disparado a impactarse contra las sillas de la primera fila.
Sí, muy cierto, el Chamé no se equivocaba y aunque no supiera con exactitud el contenido de los recuerdos de su viejo amigo, le parecía evidente que durante sus largos silencios el luchador se esforzaba en reconstruir los incontables escenarios del pasado. Suponía, apoyado en esa lógica elemental de cantinero, que Pancho una vez más le daba vuelo a la infatigable vanidad pasando revista a su amplio repertorio de amoríos; ya que, durante sus visitas al bar, era frecuente que interrumpiera su mutismo con un: “¿Te acuerdas de aquella vieja que te conté que me seguía a todas partes cuando anduve en el servicio militar?” “¿La nalgona del lunar en la pierna? ¡Cómo no me voy a acordar! Me lo has contado no sé cuántas veces…”.
Pero esa noche el Black Cat no traía en mente las conquistas, ni las nalgas, ni las piernas o las tetas con lunares. Meditaba en el peso de la máscara, pretendía revivir la ocasión en que se la puso por primera vez. No había ocurrido en una arena sino en una feria donde se presentó junto a otros luchadores. Un simple compromiso publicitario sin espectáculo de por medio. Aun cuando en el plano profesional no había correspondido ni lejanamente a lo deseado, la experiencia le permitió advertir matices singulares, insospechados. De lo primero que se dio cuenta fue que, por sí misma, la máscara no le acarrearía fama; el reconocimiento, resultaba obvio, tendría que ganárselo. Y precisamente ahora se le esclarecía, como un asunto concreto, eso que antes sólo vislumbraba. Algo vago, apenas intuido: la interrogante que presuponía el andar “tapado”. En un espacio recóndito de la memoria, por fin encontraba una clave muy personal, definitiva, un tanto contradictoria. Durante aquel lejano mediodía, se había sentido más alto y pesado, y a la vez, más ligero y amenazante. Asimismo, la máscara tenía una dimensión y proyección específicas, insoslayables. Producía un efecto desconocido, para él, en los otros. Todos, o casi todos, se le quedaban mirando, lo escrutaban. ¿Trataban de ver más allá? ¿Dónde? Tal vez pretendieran descubrir su identidad. No, la máscara no se transformaba por sí sola en un escudo como había imaginado, tendría que defenderla. Pero así no ostentara rasgos terribles, infundía cierta desconfianza, miedo. La incógnita edificaba el verdadero poder de cubrirse el rostro. La máscara era entrar en otro sujeto, en otra criatura y viéndolo bien, era entrar en otro mundo. Él, se convertiría en enigma.
Sin embargo, después de tantas y tan ardientes copas, no lograba precisar todas esas reflexiones en razonamientos claros. Únicamente le quedaba una emoción, una certeza informe pero valedera que en esos instantes lo mantenía alerta. Pero más allá, o más acá, de sus especulaciones, se encontraba el sudor de sus recuerdos, la ineludible parte corporal que lo traía de vuelta a la índole de su oficio. Un trago más y tuvo que cerrar los ojos, apretándolos. Al rudo gato negro se le humedecieron las comisuras de los párpados. Quizá se tratara de las escasas lágrimas que sin querer salían ya fuera por el dolor físico acumulado, o por la densidad del humo, o por las charlas agónicas que saturaban la atmósfera del local atiborrado. Habitualmente, llegado a ese punto vacilaba. Otra duda surgía, constante, del pasado ya no tan reciente. La vida que habría sido suya con sólo haber seguido el consejo de Rudy, quien no se cansaba de recomendarle que se fuera a la capital. Se lo propuso de manera definitiva al término de una estelar en la que le llegó el turno de mostrarse ante la leyenda.
En aquella ocasión se hallaba inspirado y puso en juego todos los recursos aprendidos en sus incontables apariciones en el cuadrilátero. Al momento de impactar al ídolo contra las uniones de las cuerdas, se dio cuenta que la rudeza, a fin de parecer real y letal, debía aplicarse sin odio, que la violencia tenía que ser abstracta y mantenerse ajena a todo sentimiento definido que la justificara o la precediera, sin importar el nombre del sujeto en turno; sólo se trataba de un componente eficaz en ese engranaje que, infaliblemente y sin dilación, enardecía al público. Ese tipo de violencia que surge como el instinto primario que empuja al animal sobre su presa, como el marro que dobla al hierro sin odiarlo y con un simple movimiento lo hace ceder, arquearse sin remedio, adoptar una forma puntual.
En los muros de la arena resonaban los aullidos y el clamor de la gente. Los nervios se le empezaban a crispar. Pero todavía hizo una pausa, antes de caer con todo el peso sobre el cuerpo inerme del rival que se hallaba de cara a la lona. Y ya sin oír el griterío, asiéndolo firmemente por la parte posterior de la máscara, los dedos entre las cintas, arrastró al venerado ídolo por las cuatro esquinas. Fue una noche brillante y, mientras le atendían las heridas de la frente que habían teñido de rojo la máscara plateada, Rudy no dejaba de felicitarlo.
—Cabrón Pancho, se te pasó la mano, la frente me arde de veras. ¡Ya me la pagarás! — le había dicho el ídolo, usando un tono de complicidad y camaradería, antes de volver al tema de una potencial incursión en las arenas de México.
—Después de hoy, aquí ya no hay nada para ti. — continuó diciéndole con una seriedad que no le conocía. —No vas a llegar más arriba, porque aquí, no hay “más arriba”. Tienes que irte. Por trabajo extra no te preocupes, hasta te puedo conseguir que te incluyan en mis películas. Allá tienes cuates como el Benny, y el Espanto es hasta tu compadre ¿no? Aparte de que te acaban de hacer una reseña muy buena. No a cualquiera le llaman “la gran revelación de provincia” en Box y Lucha. —
—Déjame ver…— le respondió con la evasiva de siempre.
—¿A qué le sacas? ¿A qué le tienes miedo? Llévate a la familia, si eso es lo que te preocupa. Si no, de allá les mandas dinero. Van a vivir mucho mejor, eso te lo aseguro. Y que tampoco te impresione el D.F., que no es para tanto, eso también te lo aseguro. Así que tú eliges, la revancha la hacemos en México…o aquí. —añadió concluyente.
Rudy tenía un poco de razón, el ambiente de la ciudad de México lo intimidaba un poco, pero no lo suficiente como para interponerse ante una muy tentadora aventura. La desconfianza del Black Cat, residía en la posibilidad de no lograr sostenerse frente a toda la competencia que había allá, de no triunfar cabalmente. No era lo mismo ir, a que vinieran. Él se hallaba en sus dominios, en su tierra, y no quería acabar como tantos que, después de haber caído a lo más bajo del cartel, se veían forzados a luchar en arenas de pueblo para sobrevivir. A esos sí les iba como en feria. En ocasiones no sacaban ni para el ómnibus y ahí andaban pidiéndole aventón a los choferes. Todo porque algún promotor ventajoso se esfumaba justo antes de la conclusión de la “estelar”. Estaba demás añadir que no contaban con atención médica adecuada, pero de todos modos le entraban a los madrazos, sobrellevando a duras penas, lesiones de todo tipo. No, mejor así como estaba, para qué tanto oropel, para qué tanta película. Prefería el cartel seguro, la paga a tiempo, el empleo que tenía aparte de la lucha y dormir en casa con la familia o, por ahí, donde se le atravesara una de ésas que se aparecen de noche.
Se iba haciendo tarde. Una niebla finísima comenzaba a dibujarse en el entorno. Las calles cercanas al bar se despoblaban a ratos para luego recibir nuevos flujos, cada vez más escasos, de gente noctámbula que tenía que seguir su camino a pie porque los autobuses ya no circulaban. Almacenes y tiendas hacía horas que habían cerrado. La clientela que entraba y salía del bar provocaba que corrientes de aire helado se filtraran hasta la barra.
—El Black Cat ya se está haciendo viejo, Chame. —
—Sí, ya me lo dijiste, ¿y? —le replicó el cantinero mientras se ocupaba en atender a la todavía numerosa clientela del lugar. Pero, como de costumbre, todo oídos para el luchador.
—No me entendiste bien. Que yo me esté haciendo viejo, eso que ni que. Me refiero al “gato negro”, ya está muy gastado. —
Al Chamé le sorprendió que hablara sin cuidarse de que alguien extraño pudiera escucharlo, dado que era extremadamente celoso en ese aspecto. De hecho, todos los enmascarados protegían su identidad de forma casi religiosa.
—¿Y entonces?… —le preguntó realmente intrigado, acercándose al lugar donde se hallaba y bajando la voz instintivamente. — ¿Vas a dejar de luchar? Cuando menos deberías sacarle provecho, deja que te “destapen”. Me dijiste que te han ofrecido buen dinero, ¿no? ¿Para qué tanto orgullo? —le dijo, a sabiendas de que tocaba una fibra muy delicada.
—Pues tú sí que estás pendejo. Si no lo hice antes, menos ahora. —y no agregó que, así fuese un personaje entrañable, el gato le empezaba a parecer una figura más bien débil. —El Black Cat ahí se queda, sin que el público sepa quién es. —
—Allá tú, muy tu vida. Pero yo, sí le sacaría provecho. —
—No me voy a retirar, pero ya va siendo hora de que me convierta en otra cosa. —continuó diciendo, sin importarle mucho el guardarse ese poco que no compartía con nadie. Y eso le extrañó a Chamé porque nunca sabía cuáles eran sus planes sino hasta después de realizados.
—Y convertirte… ¿en qué? Si se puede saber. —
—Ya estás hablando como mi mamá. —soltó una carcajada y de un buen trago apuró lo que quedaba de Waterfill & Frazier. —Siempre me han llamado la atención los seres de ultratumba. —
—¡Ah cabrón! ¿Y de dónde sacaste la idea? ¿Del Chebo? Nomás que fantasmas y espantos ya están muy choteados. —
—N’ombre, tiene que ser algo con más estilo, con más poder…—
—¿Como un vampiro? —
—¡Exactamente! —
—¿Te sirvo otra o ya andas pedo? —
—¡Cuál pedo! Pero ya se me cansó el caballo, te caigo después. —se despidió, en tanto se ponía el sombrero y la gabardina: negros como de costumbre para no desentonar con el personaje.
—Ándale, aquí estamos. —le contestó Chamé desde la barra.
Al tiempo que el Black Cat empujaba los batientes de la puerta, arpegios, cadencias y fragmentos de una melodía salieron brevemente con él a la calle, sólo el tiempo justo mientras determinaba el rumbo.
Llegó a la esquina. El cruce se encontraba desierto y silencioso.
Muy a lo lejos se distinguían luces aproximándose y un murmullo llegaba de un sitio de taxis cercano. Unos seis choferes se acomodaban alrededor de una lumbrada encendida dentro de un tambo.
Saltando sobre los charcos para no mojarse los zapatos, pasó junto a los taxis en dirección a su auto.
Los taxistas apenas le prestaron atención al bulto que pasaba bamboleándose y dando tumbos por la calle. Un borracho más perdiéndose en la oscuridad. Lo que sí los sacudió, produciéndoles escalofrío, fue la súbita ventolera envolvente que casi les apaga el fuego. Todos miraron hacia el cielo para cerciorarse que era el viento, y no un raro y fugaz aleteo que había pasado muy cerca.
Jesús Vázquez Mendoza (Originario de Cd. Juárez)
Tiene un doctorado en filosofía y letras por la Universidad de Kansas. Ha impartido clases en diversas universidades de los Estados Unidos, entre ellas: la Universidad de Texas en El Paso, la Universidad de Kansas y Rice University. Su labor de investigación académica le ha llevado a instituciones como la Cineteca Nacional, el Instituto Mexicano de Cinematografía, la Filmoteca de la UNAM, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Oxford. Asimismo, ha presentado ponencias sobre literatura y cultura popular, en congresos como la MLA (Chicago, San Luis, Minneapolis); la Universidad de Tulane en Nueva Orleans; la Universidad de Nebraska, etc. En 2000 deja la docencia por los medios de comunicación, en los cuales ha trabajado en: Hispanic Broadcasting Corporation, Univision Radio, Telemundo y ESPN. Su gestión como gerente de sitios de Internet, tuvo como resultado la introducción de páginas web y redes sociales en ciudades como Phoenix, Las Vegas, Dallas, Houston y Chicago. Ha sido productor de contenido en español para el portal MSNBC, y se ha desempeñado en la locución y dirección de programas de radio. Dirigió la publicación mensual de Univisión Radio en Albuquerque: Radiovista. Su obra de creación literaria ha aparecido en revistas y antologías y tiene dos libros publicados: Ráfagas y La huella del gnomon. Actualmente se encuentra trabajando en un libro de relatos, un poemario, y una exhibición de fotografía y texto.