PENUMBRA | ANTONIO MORETTI


Penumbra

Los colores, al igual que los recuerdos, perdían nitidez paulatinamente, con la suavidad del paso de los atardeceres. Así como le llegaron las primeras canas que se apresuró en ocultar, se sorprendió alejando los frascos para poder leer sus etiquetas y evitar tomar un laxante en vez de una aspirina. Error que le causó tremenda discusión con su esposo, que volvió, cuando menos, apurado de la oficina, para, después de descargar preocupaciones, exigir explicaciones. Pero ella lo tomó con naturalidad, porque no son muchas las auténticas ocasiones en las que se necesita una vista aguda. Cocinaba prácticamente con los ojos cerrados, aunque, si debo ser exacto, diré que lo hacía con la nariz. Elegía los aromas en vez de los ingredientes.

El jueves pasado, mientras esperaba que la olla a presión soltara sus primeros silbidos -que siempre la habían alegrado porque sentía que la rodeaban, que la abrazaban, que le anunciaban una fiesta cercana- limpiaba los adornos de uno de los muebles de la sala. Lo hacía mecánicamente, la franela recorría la silueta de cada objeto, adaptándose a las curvas, a las imperfecciones, a las heridas que el tiempo y el descuido iban dejando como un rastro de vida, hasta que la imagen enigmática de una foto la detiene, la toma de la muñeca y le exige que mire ese retrato. Ella se esfuerza pero la imagen es borrosa, oscura, indescifrable. Entristece. Sabe que allí estaba ella con sus amigas y amigos de la universidad, qué tiempos aquellos, ¿no? Todo lo que te esforzabas para ser la mejor. Tus amigos que llamabas hermanos, que les decías que eran la familia que tú elegiste. ¿Qué será de ellos? Los testigos de tu vida. De tu vida hasta hace algún tiempo. Nadie imaginaba que te casarías con un aventurero que soñaba con hacer dinero y crear algún negocio rentable, desde la nada y con nada, puro esfuerzo y sueño. Aunque por supuesto que esto era lo que te entusiasmaba. Ahora tus amigos en esta foto son manchas de colores, rostros indefinibles, que ni siquiera pueden ser completados por tu memoria. Silba la olla de presión.

Cuando llega su esposo, corre hacia él. Le dice que está muy triste, porque su foto se ha arruinado. Él, que más que amarla le es leal, la abraza y le dice, a ver, tráela, con suerte se puede retocar, ahora la tecnología es lo máximo. La recibe y observa con atención, para luego, con una sonrisa tímida y algo melancólica, decir: la foto está bien, creo que son tus ojos los que ya no están tan bien. Dos días más tarde fueron al oculista y este, tras revisarla, le dijo, oiga, si usted esperaba un poco más, en vez de recetarle lentes, le hubiese tenido que recetar un perro, para luego reírse solo, pues a la pareja de esposos no le pareció ni levemente gracioso.

Dos días después recoge sus lentes y el mundo se abre, es uno muy distinto al que tenía en la memoria. Aunque el gris de Lima se sigue expandiendo como las suaves olas del mar de La Punta, encuentra colores vivos, que la alegran. La nitidez y la definición la sorprenden, era aprender a ver. Cuando llega a casa, lo primero que hace es ver la foto en la que ella estaba tan joven, tan alegre, tan segura de conquistar el mundo con sus amigos los todopoderosos. Lo segundo que hace es dirigirse al espejo grande. Contemplarse. Ella no se reconoce nada distinto, sus manos y el tiempo la han dibujado en su memoria tal como es. Pero quiere saber si los lentes la hacen más atractiva, aunque se conformaría con no verse fea. Siente que sí, que le van, que adornan bien sus pómulos y sus cejas. ¿Mis cejas? Parece como si solo tuviera una. Después de observarse bien, como una media hora más tarde, realiza su tercera acción: se dirige a la cocina para preparar la comida. En la noche, su esposo se entusiasma mucho al verla tan contenta por poder ver todo lo que ha visto durante el día y también se entusiasma porque su esposa con lentes le parece atractiva; podría ser la novedad, lo diferente, qué diablos, le era muy atractiva. Con artimañas la lleva al dormitorio, trata de desnudarla, pero ella no se lo permite, se incomoda, le dice que no y luego le grita ¡no! Esa noche duermen en silencio. Dos noches más tarde se repite, de manera idéntica, la misma escena. Una noche después, de nuevo. Al amanecer del sexto día, mientras desayunan, él no soporta más y le pregunta qué es lo que pasa. Ella da vueltas, trata de esquivarlo, pero sabe que no podrá hacerlo por mucho tiempo, así que se arma de valor y le dice: eres feo. ¿Cómo? Eres feo, desde que tengo lentes me he dado cuenta de que eres feo, no me dan ganas. Por supuesto, el esposo piensa, entonces sácatelos; pero realmente quería que se los deje puestos. Así que guarda silencio, no sabe qué responderle. Cuando el esposo se va al trabajo, no deja de observarse en cuanto espejo o vidrio pulido encontrase al frente, no ha cambiado tanto desde su juventud; es decir, claro que ha aumentado un poco de peso, OK, bastante; y que ha perdido cabello, OK, casi todo; pero, vamos, son cosas que ella sabía, así hubiese estado tan ciega que no pudiese ver ni su nariz.

Durante el día, en su trabajo, el esposo no puede dejar de pensar en sí mismo, reacción de vanidad que no tiene en tanto tiempo y que no sabe bien cómo hacerlo. Refleja su rostro en el espejo y se dice, allí estoy, sigo siendo el mismo, en general, el mismo. Aunque luego desprecia su papada, sus mejillas redondas y descolgadas. Cuando analiza la calvicie, se molesta porque le parece la indiscutible prueba del paso de edad, del final. El día tiene un sabor agrio. Al atardecer no sabe qué hacer. Ve el paso del tiempo con temor. Solo minutos, segundos, algo de tiempo y tendrá que volver, llevando su fealdad completa a casa. Cuando ve, a través de la ventana, encender el amarillo de los postes centinelas de las avenidas, sabe que ya no tiene excusa alguna. Es la primera vez que se siente feliz por el tráfico que lo retiene. Cuando llega a casa reconoce el aroma de su comida favorita. Su esposa lo recibe con mucha atención. Tiene algo de música criolla de fondo, suave, como buena compañía. Él quiere pasar desapercibido, ser una sombra debajo de un mueble. Pero su esposa lo lleva con cariño hasta el comedor, le sirve su comida caliente y él, que al final es solo un hombre de carne y hueso, se alimenta disfrutando irremediablemente el sabor de mantequilla de los frijoles, del carnero en el que se desliza el cuchillo, la cebolla fresca y reluciente por el rocío del limón. Cada bocado se introduce dentro de su cuerpo llevándolo a un lugar luminoso, al recuerdo de niñez en el que después de una mañana de playa con su padre, que lo había cargado sobre sus hombros más que nunca, almorzaron este plato, el mejor momento de su vida. Su madre le limpiaba con mucho cariño las huellas de la comida que quedaban en sus comisuras. ¿Qué tal tu día?, interrumpe su esposa. Y él quiere decirle que terrible, que insoportable, que se miró en el espejo del baño de su oficina durante todo el día, que detestaba el vello de su espalda, las marcas que en los años surcan sus nalgas desinfladas como globos muertos, la palidez mortecina de su piel; le quiso decir que siente vergüenza, que quiere desaparecer, que en algún momento de la tarde pensó en dietas, gimnasios, injertos de cabellos y lipos, y terminó imaginándose como un monstruo de plástico y metal, un androide que olvidaría cómo sentir por pensar en cómo lucir. Al final, se levanta de su silla y exhala: fue un día como cualquier otro, y en silencio se retiró a su dormitorio, en silencio deja su ropa en el mueble y viste su pijama, en silencio se echa sobre su cama esperando que venga Dios y se lo lleve en paz. Tiene los ojos cerrados y se protege con las sábanas, finge dormir en el filo de la cama que imagina como precipicio.

Ella lo mira desde el marco de la puerta, una silueta oscura llena de culpa.

Durante la mañana despide a un par de empleados. Nunca fue feliz con la idea de despedir, pero ellos se lo merecen y él necesita tomárselas con alguien. Para la tarde ya los ha llamado y recontratado. Pero luego el atardecer, el ocaso, la vuelta a lo que él llamaba hasta hace unos días hogar. El tráfico que antes tanto le molestaba le parece un lugar de descanso, aunque también la cuenta regresiva. Al llegar a casa, quiere ingresar como si fuera un susurro. Le sorprende no encontrar el aroma de su segundo plato favorito, las luces apagadas, incluso la puerta tan asegurada, piensa, indudablemente: mi esposa ha salido, adónde habrá ido a estas horas. Pero no se preocupa más. Se libera de la corbata y se dirige a la cocina, sus ojos brillaron cuando, al abrir la puerta de la refrigeradora, ve una cerveza bien helada. El primer trago le supo a silencio. Se sienta en su silla favorita. Desea un cigarrillo, pero ya ha dejado de fumar hace años. Niega con la cabeza y dice: maldita civilización. Al levantar el rostro, se sorprende muchísimo porque descubre a su mujer, levemente vestida, que desde la oscuridad asume una posición sensual. Él no quiere ni moverse. Ven, le solicita. Él, un poco cansado, se levanta pesadamente y camina hacia ella. Ella lo besa, lo acaricia. Pero él se siente sumamente incómodo. Es llevado hasta el dormitorio. Es forzado un poquito para echarse sobre la cama y su esposa se echa sobre él y lo acaricia. Le parezco feo, le doy asco… me está mintiendo. Ella se detiene porque, a pesar de todo el esfuerzo que realiza, él no despierta, su esposo parece una hoja a punto de desprenderse del árbol. Le da la espalda a su esposa y trata de dormir. Ella es una silueta oscura llena de culpa que se ha quitado los lentes, claro que él se ha dado cuenta. No duermen. Ambos saben que tienen que dar el paso adelante, existe la posibilidad de convertirse en uno de esos matrimonios en los que ya no hay más que compañía, en el que solo los une el recuerdo de lo que fueron. Ella trata de nuevo. Se acerca a él. Lo besa en el cuello, mordiéndolo levemente. Él sabe que es este el momento en el que puede recobrarla, en la que si hacen el amor pueden dejar de lado cualquier otra diferencia, volver a ser lo que fueron desde que se conocieron hasta hace unos días. Así que se acerca a ella. La toma de las manos. Acaricia sus brazos. La besa. Y piensa en cuando eran jóvenes y sonríe, pues rodaban sobre las sábanas, se acariciaban como si uno fuera el Sol y el otro, el mar, porque se dejaba bañar en ella; y entonces, como allá, en ese hermoso lugar de lo que fue, esta noche le hace el amor, siente que la recupera, que se perdonan todo, que nada en su pecho y que las esquinas de su cuerpo vuelven a ser las estrellas en la noche, la constelación que tanto amó. Acaricia su espalda con las dos manos, desde la cintura (que, bueno, la verdad es que no era exactamente muy estrecha) hasta los hombros, como si modelara el nacimiento de un alma. Pero luego abre los ojos, deja el abrigo de los recuerdos, los colores y texturas del pasado y la ve, retorciéndose, tensa, indigestada. Finge terminar. Le dice que la ama. La abraza por un instante, pero quiere morir.

Durante el desayuno, teatralizan muy bien una pareja sana y feliz. Ven las noticias, incluso las comentan y se pasan de una mano a otra el café y el pan; pero no se miran a los ojos, son demasiado oscuros.

[Dormitorio-noche]

Ella se acerca. Lo acecha. Él entiende que el cuerpo puede ser la clave, que el esfuerzo que ella realiza es porque lo ama. Pero no me desea. ¿Pero no es acaso el amor más importante que el deseo? No solo no me desea, me repele. Le disgusto. No puede. Su cuerpo no despierta. No puede. Se lo temía, la última vez apenas pudo, su vigor se esfuma como las últimas brasas de un incendio. Las siguientes noches son un infierno, se esfuerzan tanto en ser lo que fueron, en tratar de recuperar lo que ya perdió el sentido, el significado de los símbolos. Noche tras noche, una pastilla azul es quien actúa, una pastilla azul se convierte en el «ojalá», pero ya se ha perdido el embrujo de las falsedades. Ya no tratan, ni se hablan. Duermen juntos sobre la certeza del fracaso.

***

Ella no lo entiende. Lo admira. Conoce de su vida como un lector conoce la de su escritor favorito. Conoce el nombre de su esposa e incluso la ha visto; fabula sobre ella, imagina su aguda inteligencia y fino humor, la elegancia de sus formas y lo delicado que debe ser su vajilla, seguramente con dibujos de paisajes medievales como leyó alguna vez en una novela de Corín Tellado; pero, sobre todo, imagina las destrezas que debe tener en la cama, pues su jefe siempre ha estado muy concentrado en su trabajo, jamás le ha hecho insinuación alguna ni se han desviado sus ojos de la dirección que deben tener los de un hombre con su autoridad y prestigio, que siempre anda tan bien vestido, afeitado y perfumado. Aunque no puede negar que algo ha cambiado en él en los últimos días, se le ve demacrado, pálido, como si no hubiese dormido en las últimas noches, como si algo le preocupara y no hallara la solución. Pero, aún así, su elegancia de hombre de negocios, de ganador nato, es algo que no puede ocultar. Pero verlo así, tan cansado, en especial a él, que tanto admira, que le parece el prototipo de hombre le despertaba un luminoso instinto de protección. Es cierto que está un poco subidito de peso, que no tiene una cabellera de galán de cine, pero esas son fantasía irreales, los seres humanos de carne y hueso no son así. Deberían ser como es él. Así que en cuanto pudo se levanta de su silla, se dirige a la oficina de su jefe llevándole una taza de café y lo sorprende sumiendo el estómago frente al espejo, estirando su rostro con las manos, contemplándose con escepticismo. Cuando deja el café sobre el escritorio, sus manos tiemblan un poco por la pregunta que le hace su jefe: ¿te parezco feo?, dime la verdad.

Ella no lo piensa, no urde elaborados planes para acercarse a él, meterse en sus sábanas, ni realiza cálculos de tiempos para coincidir, ni cuáles serán las formas que tomaría cada vez que se vieran; es una cuestión de naturaleza. Ella lo admira y él necesita de eso. Es ineludible. La pastilla azul protagoniza sus encuentros. Mientras él se hunde cada vez más en su tristeza, ella lo contempla como si fuera un dios. La primera vez que se escondieron en una habitación, él llora porque no se puede imaginar con otra mujer que no sea su esposa, porque siente que la traiciona. Mientras llora en silencio, ella se emociona, pues  piensa que lo hace por la intimidad que han logrado. Por supuesto que sabe que esto era momentáneo, lo ha visto mil veces en la tele; pero nunca imaginó que lo momentáneo duraría tanto. En los siguientes encuentros, él no llora, la abraza y permite que le hable, que le diga lo fascinante que es y que, evidentemente, de feo no tiene nada. Una tarde, ella lo percibe callado, atrapado por sombras, como un ente miserable y entiende que era por ella, que la culpa lo está volviendo loco. Entonces es honesta, le dice que es consciente de que él jamás dejará a su esposa, jamás y mucho menos por ella, una mujer de casi 50 años que no tiene mucho por ofrecer, que ha sido una gran experiencia tenerlo aunque sea por unos momentos, que, a su edad, esa atención no la tiene todos los días y que tal vez sería la última en su vida. Él se siente querido por primera vez en mucho tiempo. A él le hubiese gustado decirle que es un hombre herido, uno que se siente muerto y que, la verdad, de la muerte nadie vuelve; pero ella no quiere escuchar a nadie, se siente una jovencita antes del amor, insomne por la ilusión. Esa tarde no se presenta la pastilla azul, son solo los dos juntos, enlazándose honestamente, al borde de las promesas y los planes.

Al día siguiente, cuando el atardecer es la atmósfera para salir con él y ocultarse en una habitación, su jefe no deja la oficina, no se asoma ni la llama. Llega la noche y piensa que tal vez tiene mucho trabajo y que se le han olvidado los planes que tiene con ella, así que decide entrar para despedirse, cuando abre la puerta y lo ve pálido, sobre un enorme charco de sangre, no llora, no grita, no se sorprende, sabe de inmediato lo que tiene que hacer: dirigirse al teléfono para llamar a su viuda, explicarle que su esposo acaba de morir, que se había cortado las muñecas. La escucha llorar con mucha atención, así sabe cuánto puede llorar ella, porque no podría permitirse sufrir más que la mujer que tanto había amado al hombre que ella deseó.


Los niños y las botellas

Más vale borracho conocido que alcohólico anónimo”, me dijo uno de mis amigos cuando, a punto de terminar cuarto año de media, bebíamos en un parque. Y me lo decía mientras tratábamos de levantar al primero que, en aquella noche azul, era vencido por la alcoholedad. Balbuceaba.

Uno que se hacía pasar por decente, con sutileza felina, le quitó el reloj y se lo embolsó. Apenas lograba abrir los ojos a medias como lunas agotadas, nos insultaba con furia para luego volver a caer. Yo seguía sentado, solo lo observaba: cada quien sabe lo que hace con su vida. Para qué toma tanto, pues. Incluso, si lo piensas un poco, era cómico. Todo alto, todo fuerte, todo abusivo siempre y no pudo con un par de tragos. Y de pronto dijo: Te odio p…a, en un tono muy bajo, casi imperceptible. Y luego lo repitió: ¡Te odio! ¡Te odio, viejo de mierda! Y cogió una botella y la tiró al cielo. Nos confesó que su viejo era un borracho: Llegaba a la casa, comenzaba a beber; cuando ya estaba ebrio hablaba consigo mismo, con el diablo, con Dios y, de remate, lo insultaba: “No pareces mi hijo”. Los que eran sus amigos se acercaron para escucharlo. Dijo que le tenía miedo. Que de niño, cuando escuchaba que llegaba su papá, se hacía el dormido hasta saber si estaba sobrio o no. Ya, huevón, le decía uno, todos nuestros viejos son unos hijos de puta, el mío me saca la mierda cada vez que puede, dice que es para que aprenda. Otros, huyeron de ese tema y se fueron para un costado. La alcoholedad es omnímoda. No hablemos de los viejos, es un mal tema. Mi vieja no lo aguantó y lo botó de la casa. Era un imbécil. Cuando tomaba se iba con mujeres y mi mamá se hacía la tonta hasta que todo el mundo lo supo. Ahora, cuando se emborracha, aparece en la puerta y nos hace escándalos, hemos llamado hasta a la policía. Odio cuando toma, nos aseguraba al servirse otro vaso de pisco. Se convierte en otra persona, no lo entiendo, no lo entiendo; repetía una y otra vez, arrastrando las palabras, como si fueran su condena. Y la conversación no cambió. Todos tenían algo que reprochar.

Hace algunas semanas me volví a encontrar con ellos. Kilos de más, ausencia de cabello, trabajo, hijos… teníamos tantas páginas sobre las cuales hablar; teníamos tantos litros de amistad; sin embargo, llegó en silencio un extraño reconocimiento: nos dimos cuenta de que ya no somos los amigos de antes, que hoy no nos elegiríamos como sí lo hicimos allá, en nuestros años salvajes. Y como la tristeza es la gran amiga de la alcoholedad, nos decidimos a recordar, a brindar con la nostalgia. Y no pudimos evitar comentar cómo terminó aquella noche en la que el flaco odió a su viejo. Estábamos todos tan heridos que teníamos que vengarnos, queríamos matar a alguien. Y el flaco comienza a preguntar: ¿mi reloj?, ¿dónde está mi reloj? Pobre turco, por darse las de pendejo, perdió horrible; todos le repartieron imaginando que era su viejo. Ese final es el que todo el mundo recordó; pero yo preferí quedarme con el mío, pues los recuerdos los elige uno: esa noche, caminaba a mi casa y pensaba,  en aquella vez que se le pasó un trago a mi viejo y me dijo, acariciándome la cabeza: te quiero, para luego, irse a dormir.


Antonio Moretti (Lima, 1977) es autor de los libros de cuentos Matiz de azul (Zignos, 2005) y Concierto para Luciérnagas (Casatomada, 2009). Antologado en las colecciones Disidentes, Muestra de la nueva narrativa peruana (Revuelta, 2007), Nacimos para perder. Simplemente cuentos (Casatomada, 2007), El desafío de lo imaginario. Primera antología binacional contemporánea de cuento Perú-Ecuador (Miguel Antonio Chávez, 2010), Bienvenido Armagedón. Antología latinoamericana sobre el fin del mundo (2013) y 201 — Lado B (Compilación de José Donayre y David Roas, 2014). La novela juvenil Diálogos con la muerte (Arsam, primera edición 2014; segunda edición 2015, tercera edición 2016). Así también la antología Gracias totales – 27 relatos para resistir el temblor (Ediciones Altazor, 2017). Además codirige Campo Letrado Editores. Desde el 2017 es columnista cultural del diario Expreso.

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