
Que caigan cien anatemas.
Que mi lengua se anude
y los dientes la desgarren,
que ningún canto germine,
que mis manos se derrumben con el viento.
Que caigan cien anatemas.
Que mis padres me maldigan,
que las casas que edifique se colapsen,
que la alquimia me abandone.
Que los planetas estallen, silenciosos,
que las nubes se dispersen a mi paso
y la luz de las ciudades
oscurezca las estrellas.
Que caigan cien anatemas.
Que mi cuerpo, cáscara desmemoriada,
se pierda entre las naciones
y mendigue amor durante cien vidas.
Que sus pechos tengan sabor a mercurio,
y sus besos, aguijones venenosos.
Que su sexo oculte fauces de lagarto.
Qué caigan cien anatemas
si de nuevo cambio el sol por un relámpago
si otra vez escucho el réquiem del viento;
si otro cuerpo;
si descanso en los colmillos de las fieras.
Fuiste una sombra que arrastró su figura,
tu voz se perdió en el eco de las peñas,
tu calor se disolvió en el sol de agosto.
Fuiste una pesadilla,
una ninfa presa en su capullo.
Aun así se dispersaron tus esporas;
mientras yo seguí con pies enraizados
en la tierra siempre voraz e infértil
(por más agua que bebió, nunca cerró sus grietas).
Pastor de un hato de gorgonas,
mi lengua se llenó de cardos,
el aire que exhalé cayó al suelo
convertido en piedra,
de mis ojos nacieron colas de escorpiones:
con el don de envenenar todo lo que temen.
Fui sombra.
A cada cosa en mis manos le nacieron espinas.
Y antes de tocarme el pecho,
de unirme con mi mundo devastado,
detuviste mis manos con incendios
quizá porque sabías que sólo con el fuego
se abren mis semillas.
Fuiste una sombra.
Más que una sombra.
Sin saberlo, fui tu doble.
Nunca nos partieron por completo.
Negarás las caricias que ibas a entregarme
en los días que le queden a nuestra vida.
Tu risa no retoñará,
no entre mis manos,
antes será tragada por la memoria,
en la arena movediza
donde fundamos nuestra morada.
No hay perfume que quite la peste
enquistada en mi garganta,
lo sé porque alejas tu rostro;
y paso cada noche
tratando de arrancarte una mirada
para que no pienses que te ultraja un desconocido,
con ojos cansados que ya no escrutan
el arsénico dormido en tus lágrimas.
Pero una palabra no cierra
la herida de otro cuerpo;
y el alma disgregada en juramentos débiles
no se reconstruye.
No quedará ni la sonrisa accidental de un niño.
No bastará mi deseo
para sanar tu vientre herido.
No habrá nada en esta casa:
sólo un jardín harto de florecer en vano
y una palma bendecida, detrás del portal.
Sólo una bestia dormida
al fondo de la caja de Pandora
pasa los días postrada en su jaula abierta
y no se atreve ni a estirar las alas.
Rafael Tiburcio García. Villahermosa, 1981. Vive en Pachuca desde 1982. Escritor y docente. Gestiona sus redes sociales como @juancorvus. Poemas y cuentos suyos han sido publicados en antologías de Chile, España y México, así como en la Revista de la Universidad de México, Marvin, Círculo de Poesía, Vozed y otras publicaciones impresas y electrónicas. Es editor de la revista de ciencia ficción Espejo Humeante. Es autor de la novela Rabia | Ikari (Cecultah, 2015), mención especial en el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 2016; y de Cuentos de bajo presupuesto. Edición facsimilar (Cecultah, 2014), libro merecedor del Premio Estatal de Cuento Ricardo Garibay 2014. Con el poemario Elegías obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Literatura ISSSTE 2018. Nupcias de cenizas será su primer libro de poemas.