ULISES | JORGE AULICINO

 

ULISES
[Alighieri, Infierno, 26]
 
No estoy muy seguro de querer volver, y el deseo
se mueve en el mismo lugar, o así parece. Sin embargo
vamos a por las Columnas de Hércules, y lo digo en latín
aunque debería ser griego. ¿De qué me valió dar el golpe
decisivo
a aquella ciudad? Chapotear en sangre. La sangre
corre como un río, no se balancea como el mar.
No estoy seguro si huyo de mi crimen o de los muslos
de Penélope,
o si me atrae el mar como su vientre apenas convexo
-hablo con la mayor precisión, pues soy homérico-.
Y sin embargo vamos hacia las Columnas de Hércules.
No hay nada del otro lado del enigma, solo más chapoteo.
Y una costa con columnas de humo,
probablemente, después de muchos días de navegación.
Más prodigios, más hombres convertidos en cerdos,
más lanzas, asedios,
buenas personas que ruedan escaleras abajo
y se parten la crisma. Más remos señalando tumbas en
las playas,
más gaviotas, y más traiciones.
Y habrá, si navegamos a través de los siglos,
desiertos, mares de luces, grandes pájaros atronadores,
seguramente humo, aceite encendido,
y más lanzas. Hombres que gustan de las bebidas nocturnas
contarán los esclavos, como ahora,
ordenarán la vida y la muerte recostados sobre almohadones.
No hay nada detrás del enigma,
y solo el enigma es lo que importa, flotando sobre la línea
del horizonte, sobre nuestras cejas.
¿Cómo elegir la suerte? La vida es lo que importa,
latiendo bajo los muslos, el sexo húmedo; solo se trata
de vivirla.
Y después dormir como un cerdo en los jardines de Circe.
Ahuyentar el fantasma de Elpénor y flotar en la sangre,
en el agua, en los sueños.
Atado para siempre al mástil, en un viaje hueco,
poblado de cantos
y ecos.
 
 
 
PATA ANCHA
                               Para mí la tierra es chica
                               y pudiera ser mayor.
                              José Hernández, Martín Fierro
 
Los animales unicelulares se separan sin enjundia
y se van, sin preguntar sobre el mar de China ni
el ciclo de huracanes; son iguales a sí mismos.
Y nadie que sea igual a sí mismo se hace preguntas;
sería necio, y de la necedad nace la diferencia.
El hacha se afila con piedra y agua, el chirrido de la cadena
trae la eclosión mecánica del agua
como en borboteos agónicos. Pero solo metafóricamente
agónicos: para ellos no hay agonía ni desigualdad.
 
Nada se parece a los pastos mojados más que ellos mismos.
Y cada sorbo de vino despeña un color nuevo en el paladar
de modo tal que la gota que cae sobre la mesa de madera
lleva algo de todas: cada una capaz de empardar a
la gota mayor y volver a caer por su cuenta.
Y a todas la madera las absorbe de la misma manera.
 
Del chiripá nunca se hizo faja.
El campo limita. Tiene horizontes por los cuatro costados.
El río en cambio es río en el fondo del río
y en el fondo de muchos días que nos precedieron
ruedan las piedras de Roma y las piedras de Tebas más atrás.
Como en esas imágenes de los telescopios,
las ruinas de las ciudades se alejan
y al alejarse forman galaxias, luces, polvo, sin una lágrima.
Nada se ha perdido porque nada fue en realidad.
Ni la respiración de la mujer, cercana a la almohada, ni
las sombras
de la noche de verano tras el vidrio.
 
 
 
LA VACUIDAD DEL DOMINGO A LA NOCHE
La vacuidad de los sillones, de las bibliotecas
destinados a simular otra vida, de meditación y lectura,
se hace ahora profunda, hasta confundirse con la oscuridad.
Sobre todo esa lámpara, junto al escritorio, brilla gracias
al abismo; en el abismo es un rastro de presencia humana
tanto más íntimo que si todo allí trasegara una música honda.
Marea la intimidad a este hombre poseído por el poder
y sentado ahora, vestido con ropa deportiva, tras su escritorio.
El asunto que lo ocupa está muerto, la gente ha muerto, él mismo
murió para sí mismo. Sabe que no posee en rigor nada
salvo esa inabarcable sed de poder que el poder alimenta.
Lo sabe porque es domingo, es de noche y está por apagar
esa lámpara. Sabe que no apagará con ella los días sucesivos,
el lunes, los aeropuertos, las citas, la fornicación, sus lápices,
la voluptuosidad de las oficinas vidriadas, las órdenes breves,
el sobretodo liso, dócil, el armado de un negocio en un ascensor:
todo lo que llena el vacío, lo que deleita y extiende
esa sed de poder que el poder alimenta. Algo, visible
pero a lo que no puede dar un nombre, le dice que la verdad,
el domingo a la noche, es de las cosas muertas, del dossier
que tiene sobre el escritorio de su casa cuyo contenido
no le importa: la carnadura de verdad que tiene, porque
ha muerto, es lo que le importa. Mientras su mujer se acuesta,
en otro sitio de la casa, él está a solas con un latido
de civilización rendido. Está con algo que no es él
y lo contiene. Está con algo que no quiere ser. Porque
ese otro, el del deleite matinal, semanal, consuetudinario,
si no es él, lo representa. El silencio y las bibliotecas
destinadas a no ser, a representar, de hecho miméticas,
pues no son antiguas bibliotecas ni los sillones nacieron
de un antiguo estilo, sino de su imitación, ahora viven
el papel que debían sólo fingir –evidentemente actuar-
y lo hacen demorase: la lámpara, el claroscuro, el silencio,
incluidos. No siente ninguna angustia. Mañana matará
y será enteramente. Mañana, en los despachos, con la sed.
 
 
 
PLEGARIA
En ese hueco entre las estrellas donde nada se ve
y habitan sin sustancia muchas Ellas,
guardado por dríades que no entran en él,
resonaría mejor la voz que se dirige al dios, exista o no.
Ese hueco como un cascarón invisible está habitado para vos
por invisibles eucaliptos, árboles fantasma
que ceñían una avenida de circunvalación que hoy es autopista:
más allá de ese límite pusieron unos abuelos sus palos godos,
habitaron cuervos de otro mundo sobre gavillas, sobre sus hombros;
se forjó una clase obrera descendiente del campesinado europeo.
Que nieve siempre sobre la nostalgia de la Lucania
y que caiga almidón y azufre sobre León.
Ahora que todo es Shanghái o transacciones rápidas sobre mostradores que no tienen fin
-en este universo de voces que dicen sin parar Yo pero no
encuentran ecos en sí mismos ni en nada ni en nadie-.
Dios: una silla sola en la vereda.

 

Extraído de AULICINO, Jorge, La lírica (Inédito). Selección y presentación de Mariano Rolando Andrade.

 


 

Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949). Poeta, escritor y periodista. Su primer poemario Vuelo Bajo fue publicado en 1974. Le siguieron, entre otros, La caída de los cuerpos (1983), Almas en movimiento (1995), La línea del coyote (1999), La luz checoslovaca (2003), Cierta dureza en la sintaxis (2008), Libro del engaño y del desengaño (2011), Mar de Chukotka (2018) y Un poeta griego huye de Londres (2019). En 2012, se publicó su obra poética reunida bajo el título Estación Finlandia. Ha traducido al español La divina comedia, de Dante Alighieri, así como la poesía de  Cesare Pavese y Pier Paolo Pasolini, entre otros. En 2014 recibió el premio a la trayectoria de la Biblioteca Nacional y, en 2015, el Premio Nacional de Poesía. En 2017 fue premiado con un Diploma al Mérit Konex al periodismo literario. Dirige el el blog de poesía Otra Iglesia es Imposible.

 

 

Categorías